lunes, 26 de mayo de 2008

¡Ay mísero de mi! ¡Ay infelice!

La vida de un profesor de lengua es muy dura. Todo son vilipendios y guarrería sobre el trabajo de una. Que si para qué sirve escribir bien, si voy a ser arquitecto; que si para qué me va a servir saber dónde está el complemento directo, si no analizo lo que hablo; que si para qué tengo que leerme este tostón de hace 300 años, si lo que ahora importa es la informática... En qué momento se olvidó que todo, y digo TODO, en este mundo está forrado de palabras.
Ya no digo que todos tengamos que emocionarnos con un verso de Bécquer, o tiritar de admiración al leer a Calderón. Pero, ¡una mínima claridad de ideas que se necesita para no parecer gilipollas en una cena de treintañeros, o lo cateto que uno queda si tiene tres carreras y escribe un mail con faltas de ortografía graves! Gracias a dios, aún queda gente que da valor a la cultura que te permite moverte con la confianza de poder hablar con cualquier persona, que tienes argumentos para cada una de tus convicciones, y que escribir un libro te sería tan fácil y divertido como plantar un árbol o hacer un hijo.
La información nos da unas armas que cada vez tiene menos gente, y que se valoran menos cuanto menos sabe todo el mundo. Pero nadie nos podrá aguar esa sonrisa interna, elitista y prepotente dirían algunos, que nos sale cuando nos encontramos con alguien que no sabe de qué coño les estamos hablando y nos desprecia por "culturetas".
La ignorancia es osada, pero es cruelmente divertida de observar.

1 comentario:

El ilustrado dijo...

Contemplar las palabras
sobre el papel escritas,
medirlas, sopesar
su cuerpo en el conjunto
del poema, y después,
igual que un artesano,
separarse a mirar
cómo la luz emerge
de la sutil textura...

Suerte.